ALLÁ ABAJO

AUTOR: ÁNGEL HERNÁNDEZ QUIJADA

–HERMOSILLO

Nacido en Hermosillo, Sonora, el 18 de octubre del 2003. Estudiante de la Universidad de Sonora: Lic. en Literaturas Hispánicas, 2º semestre. 

El rechinar de la desvencijada puerta de castaño inunda mi pensar de un angustioso recuerdo, latente desde el momento en que las horas dejaron de ser horas. La luz, filtrada por mi silueta, se derrama por las blanquecinas paredes, tintando los escalones a mis pies de un marrón claro. De abajo no vienen más sonidos que el incesante gotear de una tubería que olvidé parchear; el ploc de las gotas se conecta con un burbujeo hueco y húmedo, exponiendo la existencia de un gran charco: una pequeña laguna de agua estancada en alguna parte de aquel inhóspito lugar. La negrura del sótano abraza mi pecho, como si de un viejo amigo se tratase, y me instiga, con seductores susurros, a que baje. Y yo, armado con nada más que una caja de bombillas y una férrea decisión, desciendo. Los escalones, que crujen al encontrarse con la sólida suela de mis zapatos, son poco más que alaridos maliciosos llenos de negra intención, sonoros trompeteos que marcan las entradas y salidas de aquella caverna alejada de la mano de Dios. Mi espina dorsal baila al son de los escalofríos con cada rumor, semejante a risas de bruja, que proviene de las gastadas y viejas escaleras. Incapaz de controlar el miedo, me refugio en los recuerdos de mejores tiempos, cuando las horas marcaban el pasar de los días y no la condena de un anhelo que jamás se cumplirá. Rememoro a mi madre y a mi hermana, mientras escucho hervir algo dentro de mí, parecido al burbujeo de una tetera. La suela de mi zapato da con el concreto y las risas de bruja cesan por esta vez. 

Estiro mi brazo y acciono el interruptor, sólo para ser burlado por el chasquido de la nada absoluta. Al fondo, en donde la luz proveniente de las ventanas conectadas al suelo de afuera no proyecta luminiscencia alguna, hórridas figuras bailan en frenesí. Al principio uno se preocupa por mantener las cosas tenebrosas alejadas, pero a veces estas simplemente te alcanzan. Acciono el interruptor una vez más antes de hacer mi camino hacia el centro del lugar, en donde un foco oscila de un cable colgado en el techo. Jalo una silla debajo y me encaramo con cuidado.

A veces pienso en ellas. Lo hago como quien recuerda un buen momento. Pero un buen momento no dura para siempre, como las bombillas. 

Desenrosco el foco fundido y lo desecho junto con los demás, en el rincón, allí donde la luz no da. Las figuras, infinitamente hórridas, comienzan a bailar en torno al montón de cristales rotos, impulsadas por la imaginación de mi mente enferma. Saco la nueva bombilla de la caja que bajé y la enrosco. 

Ya no recuerdo sus ojos, eso es lo que más me puede, pues esos dos pares de ojos eran lo más bello que pudiera albergar este mundo. No recuerdo su color, no recuerdo su forma, sólo recuerdo que unos me vieron nacer y ambos me vieron fallar. 

De un salto, bajo de la silla. Gotas de agua estancada manchan la mezclilla de mi pantalón al caer sobre un charco que se hace cada vez más grande. Volviéndome, camino hacia la entrada, allá donde la luz proveniente de la puerta abierta hace ver a los escalones de un marrón claro. Entonces, acciono el interruptor y se hace la luz. Las figuras y el miedo abandonan el sótano, dejando tras de sí a un chico con nada más que sus turbados pensamientos. 

A veces aún puedo escuchar su voz. Su característico tono de voz es ahora irreconocible para mí, pero puedo asociarlo a ella, porque todavía recuerdo sus palabras exactas días antes de morir. «Escucho sonidos extraños abajo, en el sótano». Y yo, sin más, la mandé a dormir. Me siento en la silla, en el centro de aquel lúgubre lugar. 

No puedo olvidar sus gritos, resuenan en mi mente, en contra de mi voluntad. Eran agudos y desgargantes. Pronto, no tardaron en sumarse los de otra mujer, los de mi querida madre. Ambas daban pie a una inquietante sinfonía que erizarían los pelos de la nuca a cualquiera que tuviera la desdicha de escucharla. Yo iba llegando de la calle cuando las oí y, a duras penas, pude bajar al sótano antes de que el miedo paralizara mis extremidades. Aún ahora me niego a aceptar cualquier resquicio de humanidad que pudiera albergar ese ser que me esperaba del otro lado de la puerta. Sonreía mientras arrastraba sus gimientes cuerpos por el sótano. De milagro, no se dio cuenta de que yo acababa de volver a la casa, y que estaba a un costado de él. Aterrado, salí corriendo con los vecinos para pedir ayuda. Esa fue la última vez que las vi. 

El ploc de las gotas resuena una vez más, inundando mis pensamientos de un amargo dolor.