DOS CUENTOS DE GABRIELA PAREDES

Gabriela Janeth Paredes Coronado nació un 29 de septiembre de 1999 en Hermosillo, Sonora. En 2022 recibió el grado de licenciada en Literaturas Hispánicas por la Universidad de Sonora. Actualmente escribe y crea historias, que es uno de sus pasatiempos favoritos.

En la vida y en la muerte

Siempre la escuchaba llorar. A las dos de la madrugada, exactamente, empezaban sus lloriqueos inquietantes y no paraban hasta que el sol comenzaba a asomarse por el horizonte. La primera vez que la escuché me puse de los nervios. Y como mi ventana da al jardín, me asomé. La vi hincada en medio de mis rosales. Por supuesto, supe que era un fantasma. No me quise alarmar. Digo, hay fantasmas en todos lados, incluso hay monstruos reales que caminan a nuestro lado todos los días. Yo hasta tuve uno en mi mesa. A pesar de eso, me sentí atemorizada por su llanto durante una semana. Después, se volvió parte de mi rutina escucharla. Hasta puedo decir que, en ocasiones, su llanto me arrullaba hasta que me dormía.

Una noche la escuché más cerca de lo normal.

Me levanté, abrí un poco la cortina y me asomé. ¡Qué susto me llevé! La vi cerquitita. La piel se me puso de gallina y del miedo que sentí ni pude ver bien su cara. Me quise esconder tan rápido bajo mis cobijas que casi me doy un madrazo contra el respaldo. No me quité las cobijas de encima hasta que amaneció. Ya en la mañana salí al jardín y observé unas huellas que hacían camino desde la ventana hasta la puerta de la entrada. ¿¡Había entrado a mi casa!? No me quise alarmar. Digo, antes, por esa puerta había entrado mi marido cientos de veces. A él si le tenía que temer. No a aquella mujer, que empezaba a sentir que buscaba comunicarse conmigo. 

¿Y para qué estamos si no para ayudar a las mujeres en la vida y en la muerte?

Una noche le escribí una nota y la coloqué en el sitio en el que siempre la veía sentada. El mensaje era claro: 

¿En qué te ayudo?

Esa noche, la dejé pasar a mi casa. Y, ¡díganme loca!, ¡júzguenme si quieren! No me importa. Pero esa noche hablé con ella y me contó todo. Esa noche no hablé con un fantasma. Hablé con una mujer. Una mujer que había sido asesinada por su vecino. El que, hasta ese momento, seguía siendo mi vecino. Una mujer que, como tantas otras, no había recibido justicia y había quedado en el olvido.

Una mujer, una mujer, una mujer, una mujer, una mujer.

Dos noches después, tras un ingenioso plan hecho con Julia entré a la casa del vecino.

Al tiempo, Julia dejó de llorar y yo planté una cruz de madera donde siempre se sentaba.

Una tarde me llamaron de la cárcel: mi marido había muerto. Así, sin más. No había una explicación. 

Sonreí mientras le ponía flores a Julia en su nueva tumba. 

Supongo que, al final, nos ayudamos mutuamente.



La casa de los abuelos


El cerco de la casa de los abuelos es negro. En el patio hay un árbol inmenso de mandarinas. En realidad, había dos árboles, pero uno de ellos se cayó después de que mi tío amarrara una soga al árbol y luego a su cuello. Con la madera de ese árbol, mi abuelo hizo una cruz y la puso en la puerta blanca de la entrada. En la sala hay dos sillones, una televisión, una mesita con un rosario y una biblia que nadie lee. La cocina siempre huele bien. En el refri todavía se guarda menudo del velorio de mi tío. La mesa está decorada con la carne de vaca recién cortada y con millones de moscas a su alrededor. Una de las sillas tiene sangre seca, no sé si por la carne o de la vez que mi tía se cortó los brazos. En la cocina hay un reloj, pero ni funciona. Siempre marca la misma hora. En el pasillo hay muchas fotos. Y cruces. Mi primo me cortó la cabeza en la foto de mi bautizo. Solo se me ve el vestido blanco. El baño siempre huele horrible. La puerta del cuarto que está al fondo nunca se abre. Mi abuela abortó ahí, dice mi primo. Yo la verdad no sé qué es el aborto. Mi primo no me lo dijo. Mamá no quiere explicarlo. Mi abuela me dio un pellizco en el brazo cuando se lo pregunté. En el cuarto de la derecha duerme mi tía. Su esposo la abandonó. Ella nunca se levanta. En el cuarto de la izquierda dormimos mis padres y yo. En el patio trasero hay una silla mecedora. Mi abuelo se queda dormido ahí. También hay una mesa, la suelen usar mi padre y mi primo para colocar un polvo blanco y recogerlo con la nariz. Mi bicicleta sigue tirada a un lado del lavadero. No la uso desde que mi primo me subió en ella y me aventó por una colina pedrosa. Nunca aprendí a usarla. Aquí si hay dos árboles. Uno es pequeño y tiene mandarinas. El otro es inmenso como el del patio delantero. Nadie se ha colgado de este. Quizás yo lo haga.