EL NIÑO FANTASMA

AUTOR: LUX BAYLISS

–HERMOSILLO

Nacida en la ardiente ciudad del sol, Lux Bayliss se considera a sí misma una escritora. Ha publicado dos libros y participado con algunas revistas. Hasta la fecha sueña con seguir escalando en la profesión de la escritura y ver cumplida la meta de ser publicada por una editorial. Por el momento de vuelta en la realidad sigue trabajando en sus proyectos, así sean cuentos o una esperada novela. 

Uno, dos, tres…me pegué detrás del árbol, esperando a que mi amigo llegara hasta el veinte. Mamá no sabía que estaba jugando a las escondidas de ese lado del parque. La podía mirar hablando con otras señoras. Solo reía cuando papá no estaba cerca para molestarla. 

Los demás niños corrían por el pasto verde y la tierra húmeda. Ellos no estaban invitados a jugar a las escondidas con mi amigo y conmigo. Habían sido malos, se habían burlado de cómo me había vestido mamá, dijeron que me alejara de ellos, y eso había hecho. Al otro extremo del área de juegos conocí a Sam, mientras rebotaba una pelota que papá me había regalado. La pelota volvía del suelo a mis manos cuando lo vi por primera vez sentado en una banca. Un nuevo amigo, pensé. 

Tenía la misma edad que yo, pero estaba pálido, debajo de los ojos tenía algo que se veía morado y oscuro, algo parecido a lo que tenía papá cuando llegaba tarde del trabajo. Sus manos parecían ramas y su sonrisa daba un poco de miedo. Y eso significaba solo una cosa… 

Era un fantasma. Yo tenía la suficiente edad para saberlo, con diez años sabía muchas cosas que los otros niños no, y una de ellas era ver si la gente estaba viva, aunque nunca había visto un fantasma en la vida real. 

―Bonita pelota. ¿Es tuya? —la voz de Sam sonaba débil, no tenía todos los dientes como yo. En realidad, me faltaba uno y se me había caído antes de salir de casa. Mamá había prometido que el ratón de los dientes llegaría por él más tarde. 

No parecía que Sam fuera hacerme daño, era bastante amistoso y un poco asustadizo. Quería preguntarle desde cuando estaba muerto, pero papá me había enseñado una nueva palabra y era “descortés”. Papá dijo que a la gente no le gusta que uno sea descortés, así que me quedé callada y con mi cabeza le dije que sí. Era una pelota bastante bonita, dorada con brillos por todas partes, tenía mi nombre y rebotaba alto, más alto que yo. Los otros niños habían intentado quitármela, pero Sam solo la veía, no se movía de la banca húmeda. 

Cuatro, cinco, seis… 

Mi pelota se quedó en la banca donde había estado sentado mi nuevo amigo. Si asomaba un poco mi cabeza, podía ver la espalda del niño fantasma. Podía ver los agujeros de sus shorts y su camiseta sucia. Cada vez que oía su voz decir un número pensaba cómo habría muerto mi nuevo amigo. La abuela decía que cuando la gente muerta se queda con nosotros en la tierra es porque tiene cosas que hacer, como visitar a su familia o dar buenas noticias, ¿qué tenía que hacer Sam? Tal vez era jugar, jugar con alguien que entendiera que era un fantasma. 

Los árboles siempre habían sido perfectos para esconderse. A veces cuando había pocos niños en el parque, me dejaban jugar con ellos. Siempre me ponían a contar a mí hasta el cien y ellos se escondían entre los árboles. Nunca fueron mis amigos y nunca fueron amistosos. No como Sam. Los demás niños me callaban cuando empezaba a hablar, pero mi amigo fantasma, no. 

―¿Cómo te llamas? 

—Mi nombre es Mel, como la Miel, pero sin la i. 

Mamá siempre decía que tenía una boca muy larga porque nunca terminaba de hablar. Me regañaba cuando sus amigas no nos veían o no nos escuchaban, mamá también decía que sus amigas tenían unas orejas muy grandes. 

Tenía miedo de ahuyentar a mi amigo, aunque no estuviera del todo vivo, con mi boca larga. 

―Yo soy Sam. 

―¿Cómo los helados Sam?, papá… 

―¿Helados Sam? 

Había olvidado que mi nuevo amigo estaba muerto y tal vez nunca en su vida había saboreado un helado Sam, y tampoco le habían mostrado la palabra descortés, porque se comportaba como uno. No era bueno interrumpir a los demás. 

―Como decía, papá me lleva a veces por uno cuando sale del trabajo temprano, siempre quiero el de Choco Krispis, porque también es mi cereal favorito. Son los helados más deliciosos de todo el planeta, también tienen de chocolate, vainilla, fresa, mazapán… 

―Sé que es un mazapán, vendía de esos. 

―Es tonto lo que dices, ¿cómo vas a saber que es un mazapán? Tú estás… 

―¿Estoy qué? 

Papá me había enseñado muchas maneras en las que yo podía ser descortés, como hablar mucho, decir cosas que no les gustan a las personas o escuchar sus peleas con mamá. Decirle a tu nuevo amigo que estaba muerto podría estar en la larga lista que papá había mencionado. No terminar las frases también, pero era mejor que decir aquello. Esa palabra tenía el sabor de las medicinas que debía tomar por las mañanas, era muy mala: Muerte. 

―Nada. 

Por suerte, no se enojó. 

Siete, ocho, nueve… 

Su cabello negro y revuelto me dijo que había muerto hacía mucho, pero su ropa me decía que no. La abuela decía que la ropa no tenía época si sabías lucirla. La abuela decía muchas cosas que a mamá y a papá no le gustaban, pero cuando ellos no estaban cerca, la abuela hablaba de todo eso y más. 

―Algunas cosas, Mel, no deben saberlas los demás, porque ellos no entienden. No están hechos para comprender los misterios y las bellezas de esta vida. 

La abuela me había enseñado a guardar secretos, a cortar en línea recta con tijeras filosas, a saltar la cuerda con dos pies y a decorar una cesta con frutas y flores. 

Tal vez cuando Sam fuera al cielo podría conocerla. Podrían juntos decorar cestas y saltar a la cuerda con más personas. Buenas personas, no como los demás niños del parque. 

Diez, once, doce… 

Me di cuenta que mamá desapareció junto con las otras señoras, justo cuando mi amigo se encontraba muy cerca del número veinte. ¿Por dónde empezaría a buscar primero? Esperaba que por el área de juegos donde estaban los otros niños, así yo podría correr rápido, muy rápido y ganar el juego. A mi izquierda había una fuente, donde a veces mamá me dejaba tirar una moneda y pedir un deseo; siempre deseaba que mis papás dejaran de pelear, o un poni, o una nueva mochila, porque la que tenía para ir a la clase de ballet ya era muy vieja. 

―¿Qué has deseado, Mel?—mamá siempre preguntaba cuando lanzaba la moneda en lo alto de la fuente. 

La maestra Margaret decía que mientras más alto tirabas la moneda en la fuente del parque, tu deseo podía volverse realidad. Yo quería mucho todas esas cosas, tenía la lista en mi libreta de español. Hasta había practicado mis lanzamientos para asegurarme de que se cumplieran de verdad. 

―Un poni, mamá —aunque en realidad, pedía otra vez que ella fuera feliz con papá y dejáramos de ir al parque cada vez que se peleaban. 

Tal vez cuando termináramos de jugar, Sam podría pedir un deseo en la fuente y yo le enseñaría a lanzar la moneda. 

Trece, catorce, quince… 

Existían muchos juegos para jugar, como las correteadas, la gallina ciega y mi favorito, policías y ladrones. Sam no parecía ser un niño al que le gustara correr, ¿los fantasmas pueden correr? Parecía que no, mi amigo se veía débil y con la piel marcada por moretones. Si se movía mucho podría romperse, y los fantasmas no se recuperan tan fácil como nosotros los vivos, aun así, le pregunté: 

―¿Quieres jugar? Pareces muy aburrido en esa banca, y yo también estoy aburrida. Juguemos a algo. 

―No creo que pueda, muy pronto vendrán por mí y cuando se den cuenta que no tengo nada, me irá mal. 

Los fantasmas eran divertidos y te hablaban de sus vidas, o te mostraban tesoros ocultos, pero Sam era extraño, tal vez no era uno, pero se parecía mucho. Tenía un aspecto fantasmal. Era pálido, tenía ojos tristes y, sobre todo, era delgado. Sí, los fantasmas tenían ese aspecto, lo había visto en la televisión una vez. 

Mamá y papá decían que uno no debe juzgar a un libro por su portada, pero sin duda, Sam era un fantasma. 

―Será un juego rápido, no notarán que te fuiste de aquí. Aparte no iremos lejos, podemos jugar entres lo árboles y puedo presentarte a mamá, a ella… 

―No es buena idea, pueden venir en cualquier momento. 

―Podemos jugar a las escondidas y así ellos no van a poder verte. Vamos, suena divertido. 

Muchas amigas de mamá pensaban que yo era muy linda, y que cuando fuera grande tendría un novio muy guapo. Trataba de ser linda con mi amigo, así el jugaría a las escondidas, y si tal vez mamá lo veía jugar conmigo, permitiría que se quedara en nuestra casa. 

―Vamos, Sam. Vamos a jugar. 

No habíamos hablado mucho, pero era el único amigo que tenía. Mis padres lo entenderían. Podía vivir en nuestra casa y no molestaría a nadie, porque era un fantasma. Y los fantasmas solo hablan de sus vidas o te muestran tesoros ocultos. 

―Está bien, solo hasta el veinte. Después volveré a la banca. 

Hicimos piedra, papel o tijera. Sam corrió a uno de los árboles del otro lado del parque, cerró los ojos y comenzó a contar. Corrí rápido, dejando mi pelota en la banca y me escondí en un árbol cercano, donde podía escuchar el conteo y ver a mamá sentada en el área de juegos. 

Cuando me buscara le presentaría a mi nuevo amigo. 

―Diecinueve —la voz de Sam se oía lejos―, veinte. 

―Mel, ¿dónde estás? —el grito de mamá se oyó por todo el parque. 

Estaba en problemas, tal vez debía haberle dicho que estaría en esa zona del parque. El juego terminó antes de que Sam se diera la vuelta para buscarme. 

―¡Aquí, detrás del árbol! 

Mamá se veía asustada y en sus manos sujetaba la pelota que papá me había regalado. 

―Mel, ¿qué haces aquí? Te he estado buscando por todo el parque. ¿Qué te dije de moverte sin decirme?, no puedes volver a hacerlo. ¿Si te llevan, Mel? No… no podríamos, tu padre y yo… 

―Shhh, estoy jugando a las escondidas con Sam, él está contando. 

―¿Con quién? 

―Con él —mamá me había enseñado a no señalar a las personas, pero mi amigo no contaba—. Es un fantasma. 

Cuando sus ojos lo vieron, dijo algo que no entendí. 

―No Mel. No es ningún fantasma.