INSTRUCCIONES PARA LLEGAR

AUTOR: Diego Covarrubias

Ciudad de México


Diego es chilango de nacimiento, pero ha echado raíces en el suelo poroso de la península de Yucatán. Desde hace dos años es miembro del taller de escritura de Malix y participa activamente en los colectivos de cuentas de esa casa editorial. Bajo el sello de Malix Editores publicó un libro íntimo titulado: Entre la memoria y la imaginación”, y algunos de sus cuentos han aparecido en medios digitales e impresos de la ciudad de México, Cancún y Mérida. Ganó el segundo lugar en el primer concurso estatal de cuentos “Rafael del Pozo y Alcalá” y también ha participado en los talleres de escritura de Oscar de la Borbolla, de Beatriz Escalante, de Mauricio Montiel y de Alex Reyes. Egresado del ITAM donde cursó la licenciatura en Administración de Empresas y de la Universidad Iberoamericana en la que obtuvo la maestría en Mercadotecnia. Declara que la única responsable de sus escritos es la imaginación, que, como la humedad en las paredes, ha invadido hasta el último rincón de su cerebro. Su única intención cuando escribe es divertirse, y de ser posible, divertir.

¿El sol caía vertical, sin sombras, y daba la impresión de derretir la superficie de la carretera. Un solitario tope me obligó a reducir la velocidad. Protegido en una empalizada un hombre vendía botellas de agua. Bajé la ventana, y una ráfaga de aire caliente y seco que me hizo pensar en el aliento de un dragón invadió el interior de mi coche. Aproveché para pedirle instrucciones.

—Buen día, amigo. Para Buenaventura, ¿voy bien?

—¿Para dónde?

—Buenaventura.

—No lo conozco, pero aquí adelantito está Santa Rosalía de Camargo. Ahí seguro le dicen.

El aire acondicionado a su máxima potencia tardó diez minutos en enfriar el pequeño horno en que se había convertido mi coche. Para justificar los chorros de sudor que caían desde mis sienes como cascadas craneales, me puse a pensar en el cauce que había tomado el río de mi vida hasta desembocar en una tripa de asfalto en la hegemonía del desierto en el estado de Chihuahua, buscando llegar a un lugar llamado Buenaventura. Pero Santa Rosalía quedaba realmente adelantito, y apenas me dio tiempo de excavar superficialmente dos recuerdos recientes: la separación de María y la despedida de los gemelos. Con la última gota de sudor secándose sobre mi pecho, llegué al pueblo. Me detuve en la plaza central y lancé mi mirada a vuelo de pájaro con la consigna de encontrar algo parecido a una cantina. Entré, anidé en la barra y pedí una cerveza.

         —La más fría que tenga —añadí.

En las mesas aledañas abundaban los sombreros y, debajo de estos, cabezas de hombres grandotes, tirándole a güeros, con barba y bigotes poblados, pantalones vaqueros, camisas de cuadros y botas puntiagudas. Yo estaba claramente fuera de lugar, con mis bermudas, mi playera con cuello en forma de v y mis sandalias.

—Oiga amigo —le pregunté al cantinero— ¿me podría decir cómo llego a Buenaventura?

Se me quedó viendo con cara de que cada quién va a donde le da su regalada gana ir, y allá él. Con voz aletargada por el calor me dijo:

—Tres calles más abajo, dobla a la derecha. Cuando llegue al campo de béisbol, toma a la izquierda y se sigue derecho hasta el entronque. Y de ahí vaya checando los letreros a Ciudad Delicias, no hay pierde.

Le dejé una propina generosa en la barra y le pedí otras dos cervezas para llevar.

La carretera era igual que todas: una cicatriz de chapopote zigzagueando en la panza del desierto. Para distraerme de la monotonía del paisaje y achispado por las cervezas, me dejé llevar por el recuerdo de María. Concretamente en el día en que me dijo que se iba. Ya me había amenazado varias veces con irse, pero no lo hacía, y esto hizo que sus palabras perdieran credibilidad. Decir y hacer son dos cosas que requieren diferente tipo de coraje. Se iba, me dijo, sin odio, pero sin amor. Supe que esta vez era de a de veraz, porque estaba tranquila. Las palabras salían de su boca amansadas por la reflexión; sin aspavientos y sin reflectores. Eran palabras que no tenían la extravagancia del reproche ni la fanfarronería de la amenaza. Se levantó de la silla y sin voltear a verme salió de la casa. Su abandono no me sorprendió, tal vez yo mismo lo deseaba, y cuando sucedió, fue como cuando después de horas de espera, te toca por fin el turno para que te atiendan en una oficina del gobierno. Me di cuenta que a partir de ese momento tendría tiempo para hacer lo que más me gustaba. Incluso, tendría tiempo para averiguar qué era lo que más me gustaba, aunque fuera, nada más, para no enfrentar en el ocio la implacable soledad del futuro.

Ciudad Delicias era un pueblucho polvoriento que debía su nombre a una Hacienda que había sido próspera en el cultivo del algodón. Los delicenses eran igual de grandotes y de güeros que los santarosalinos. Gente brava, curtida en las carencias y en el calor. La plaza central estaba casi vacía. Un vendedor de helados dormitaba sobre una banca pegada a uno de los bordes hexagonales del kiosco. El sombrero cubriéndole la cara y la camisa totalmente abierta, dejando al descubierto una piel bronceada y correosa y un torso ondulado por el costillar.

—Oiga, amigo. ¡Amigo!

Le di tiempo para que el rumor de mi voz lo trajera al presente.

—¿Me da una nieve de limón?

Abrió los ojos como si reencarnara de la muerte. En cámara lenta hurgó en diferentes puertas de su carrito, y después de lo que pareció una eternidad, me dio la nieve, que inmediatamente empezó a derretirse, humillada por el lapidario sol.

—¿Sabe cómo llegar a Buenaventura?

Me soltó una mirada que me hizo recordar los círculos que describen los buitres volando arriba de la carroña. Encogió los hombros y con una voz que parecía crepitar desde un fuego eterno me dijo:

—Siga por esa calle hasta salir del pueblo. Serán unas seis o siete cuadras y doble a la izquierda pasando el panteón. Se sigue derecho unos veinte kilómetros hasta un letrero que dice Juan Aldama. Es un camino de terracería que llega a un caserío. Ahí pregunta.

Veinte kilómetros para seguir recordando. Los gemelos se fueron de la casa apenas terminaron la preparatoria. Cada quién por su lado. Se querían, pero necesitaban separarse, dejar de ser la mitad del otro. Juan es activo, social, extrovertido, tirado para adelante como la torre de Pisa. Tendrá que aprender a contenerse para no andar dándose de madrazos como mosca frente a la ventana del futuro. Pablo es introvertido y sensible, y tendrá que aprender a salir de su escondite para no quedarse en la nostalgia de lo que pudo haber pasado en el pasado si se hubiera atrevido a lo que nunca se atrevió. A los dos les va a venir bien la separación. Uno tiene que sumar y el otro que restar. Les deseé suerte y les dije que contaban conmigo para lo que quisieran. Puro pinche cliché. Se les veía en los ojos las ganas que tenían de irse y no volver. Y se fueron. Así nomás, como esclavos escapando hacia la libertad.

Juan Aldama era un pequeño caserío de no más de diez casas esparcidas como piedras en el desierto. Un perro se puso a ladrar y a cada ladrido levantaba una nubecita de polvo y de pulgas en su lomo. Había dos o tres corrales con las maderas rotas y sin vacas. Apenas unas gallinas picoteando la tierra por aquí y por allá. Un hombre que podía tener entre veinte y setenta años se asomó de una de las casas para ver por qué tanto alboroto.

—¿Para Buenaventura? —le pregunté.

Se rascó la cabeza como excavando una mina en su memoria.

—Ya no hay Buenaventura —me contestó—. Se quedó sin gente.

—Yo no vengo buscando gente —le dije— ¿Cómo llego?

Me dio instrucciones para llegar. Ya no faltaba mucho. Quince kilómetros por el camino de terracería hasta que desapareciera, como si lo secara el desierto, como si desembocara en la nada o en un letrero de madera, “Si es que todavía sigue ahí”, me aclaró, con el nombre de la vieja hacienda. Le arrojé las últimas monedas que tenía. El hombre tardó en reaccionar y las monedas cayeron en la tierra dura y seca causando primero la curiosidad, y después, la frustración de las gallinas.

¿A dónde vas cuándo ya no tienes a dónde ir? Antes, cuando era joven, solía hacer girar sobre su eje mi globo terráqueo y luego lo detenía con la punta de mi dedo índice señalando algún lugar del mundo. Me imaginaba viajando a ese lugar exótico y desconocido y viviendo miles de aventuras a la Indiana Jones. Ya no tenía aquel globo, mis sueños dormitaban en la indiferencia y mis recursos eran escasos. Colgué un mapa de México en la pared de mi estudio y con los ojos cerrados aventé un dardo. Cayó en un nombre que me dio un atisbo de esperanza: Buenaventura, en Chihuahua. Pensé que el destino me daba una última oportunidad, y decidí empacar una maleta, subirme al coche e iniciar la travesía. Ahora me doy cuenta que lo que el destino me ofrecía no era una esperanza, sino una analogía irónica. Buenaventura se parece a mi vida. Un lugar seco, solitario, silencioso, muerto.

Apagué el coche y antes de bajar al numeroso desierto saqué la pistola que había echado en la guantera. La pistola que había traído por si acaso.