EL FRUTO QUE DEJAN LAS BESTIAS

AUTOR: Ximena Flores Taddei

Sonora, México, 1995


Escritora hermosillense y actual estudiante de la Licenciatura en Literaturas Hispánicas en la Universidad de Sonora. Su poema “La guerra” apareció en la primera edición (diciembre 2020) de la revista creada por la ONG Girl Up Del Desierto, Letras Por y Para Morras; sus textos narrativos como “Cuento para mi madre y la niña que deseé que fuera o La muñeca que ella merecía” y “Muerte de una vida inexplorada” han sido publicados en la revista digital venezolana Letralia, el primero en julio de 2022 y el segundo en agosto del mismo año. Recientemente también obtuvo una mención de honor en el I Concurso de Microrrelatos Círculo de Fantasía, de carácter internacional. 

Había estado lloviendo por varios días en el pueblo y los charcos ya más bien parecían presas. Hasta los niños se habían aburrido de jugar, y dos que tres estaban encamados por los resfriados que habían pescado. La plaza estaba vacía como nunca, con las tejas escurriendo desde arriba y las bancas de fierro heladísimas. A mí no me gustaban esos climas, es más, los detestaba. Prefería que el sol estuviera en su punto, casi casi achicharrador. Es que en esos tiempos yo era lagartija.

         Bueno, pues le decía: había estado lloviendo en el pueblo, pero como nunca antes visto, en serio. El insensato del Mariano Gamboa afirmaba que era por unas nubes que venían de sabe dónde, que él lo había leído en el periódico de la capital del estado cuando su papá lo llevó a vender los quesos hace unas semanas, y que no eran mentiras nada porque en el pedazo de papel cochino se veía el nombre de un doctor renombrado, de esos que estudian el cielo. Yo no le creí, por supuesto. Ya sabía yo que las gotas eran augurio de embarazo o de desgracia, y maldita yo que le atiné a los dos. Resulta que cargaba en la panza a un chamaco.

         Desde que me enteré quise deshacerme de él. Me estrellaba contra los muebles, dos veces me dejé caer de las escalares frente al palacio municipal, incluso en una de las noches que hubo eclipse salí sin ponerme una llave en la panza y ni así se me fue la mentada criatura. Se me había pegado como garrapata.

         Ya estaba yo desesperada cuando me acordé de doña Cuquita, la sanadora del pueblo, usted la ha de conocer. Muy viejita ella, jorobada. Pues fui a verla en uno de los ratos que las nubes se despejaron.

—¡Buenas tardes, doña Cuquita! —le medio grité desde la entrada de su patio. Pasó un rato y viendo que no contestaba la volví a llamar, y así unas tres veces más hasta que asomó la cabeza por la puerta.

—Ay, perdóname, mija. Es que tengo visitas y con las platicadas pues no escuché que me gritabas. ¿En qué te puedo ayudar?

Y mendiga vieja metiche, ya le iba a decir yo a doña Cuquita lo del embarazo cuando en eso salió doña Guillermina, la relamida. Sí, perdone usted que le hable así pero es que me cae re gorda con esas caras de altanera que pone, aunque no fuera el padrecito el que la viera porque ahí sí no. Nombre, ya quisiéramos los del pueblo que nos tratara como trata al padre. Que buenos días cómo está, que aquí le traigo unas coyotas que hice anoche, que estuve rezando mucho por usted con el novenario nuevo que me trajo mi hermana Faustina de la Ciudad de México. Ay, cómo presume de ese mentado novenario. Pues si ni que nomás porque es de allá de la capital sirviera más para rezar. Mire que yo en la cajonera de mi cuarto tengo un rosario muy viejito, sin adornos extravagantes ni nada, pero viera que bien me sirve. No hay milagro que el Señor de la Misericordia no me cumpla. Bueno, excepto lo del chamaco.

Pues que le iba a decir a doña Cuquita que si me podía dar algo para sacarme a la criatura cuando se le pone a un lado doña Guillermina ¡y nada que se quitaba! Me quedé un rato callada, esperando a ver si se iba, y nada.

—¿Qué hace usted por estos lados, comadre? —me preguntó la vieja.

Porque sí, somos comadres, pero no hay necesidad de que me lo ande recordando a cada rato, que ya de mis penas velaré yo. Lo que pasa es que Guillermina se casó con mi medio hermano Esteban, que en paz descanse. Vaquetona que no fuera, si en aquellos entonces cuando se casaron el Esteban tendría unos quince y ella ya los veinticinco, pero es que a mi apa le brillaron los ojos cuando vio las joyas con las que siempre se adornaba ella cuando venía a la casa. Aparte imagínese, éramos nueve hermanos entre todos, le venía como en sueño si se le pelaba al menos uno.

—Pues nada —le dije yo haciéndome la loca—, vine a visitar a doña Cuquita.

—Pues llegó a tiempo porque yo ya me iba, aquí se la dejo para que la entretenga —como si yo fuera cirquera para andar entreteniendo gente. Pero no le dije nada y nomas le medio sonreí. La doña se apretó el chal, porque estaba corriendo un viento helado, y ya iba de salida cuando se volteó conmigo, me barrió con la mirada, puso cara de babosa y me dijo:

—Ay, comadre, a ver cuándo se le hace el milagrito a usted y a mi compadre de traer al mundo a un niño, con eso de que ya se está poniendo más grande usted.

¡Y babosa yo! ¡Babosa yo que no me pude quedar callada! En eso siento que la piel verde de lagartija se me empieza a poner roja de la rabia, y la cola se me agitaba desesperada por enrollársele en el buchi. Pues me volteo y le digo:

—Ay, comadre, qué prudente es usted. Justo venía con doña Cuquita para que me diera alguna receta para que el niño me crezca fuerte. Hace unos días Dios nos hizo el milagrito.

Nombre, pues parece que le dije vaya y grítelo por medio pueblo, porque desde entonces a cada rato llegaban metiches a que les contara yo de primera mano la noticia. Ya para ese entonces yo ya no era lagartija, me había hecho camaleón, y menos le gustaba a la gente. Mi esposo era al que más asco le daba, lo veía en su cara. Cuando el odio lo sobrecogía me agarraba el cuerpo blando y me lo zangoloteaba hasta que yo lloraba sangre, pero se lo juro esto, que de los ojos me corrían las lágrimas rojas. Él entonces como que regresaba en sí y se iba a dormir. Yo iba a la cajonera y sacaba el rosario para rezarle al Señor de la Misericordia, pero el bebé seguía adentro de mí.

La verdad es que era mejor así, ya no podía hacerle nada al chamaco. Todo el pueblo se había enterado de que por fin la estéril había salido preñada, imagínese cómo me hubieran visto si resultaba que siempre no, que ni para cuidar a un bebé que no se me despegaba era buena yo. Había estado conforme cuando se creía que no servía para parir, me había acostumbrado a la falta de fe; la decepción, por otra parte, fue algo que nunca aprendí a querer.

La etapa del camaleón fue la peor. Siendo lagartija me podía esconder, daba asco pero a veces hasta me les hacía curiosita a algunas gentes. Aparte no ocupaba mucho espacio, no me notaban. Cuando me hice camaleón todo eso se fue, ahora solo era una bola rasposa que caminaba lento. Aunque aprendí a camuflajearme.

Ese truco se lo copié a una de las amigas de mi hermana Clara, cuando vinieron de visita en las vacaciones. Las dos estudiaban en Ciudad Obregón y se habían hecho más vivas, agarraron más mundo para que no se las chamaquearan allá. La amiga se llamaba Ana y me dijo que no siempre había sido camaleón, que antes era paloma, pero por mala suerte terminó siendo igual que yo. También se veía jodida. Me contó que nosotras teníamos el poder de adaptarnos para sobrevivir, porque si bien Dios nos había puesto en un campo de batalla al menos nos había dado una armadura para protegernos. Sentada ahí, viendo que había otras como yo, pensé que más que Dios había sido el Diablo el que nos había condenado así, aunque no le dije nada, porque había un pensamiento intruso que me decía que a lo mejor Dios y el Diablo eran lo mismo.

A la semana se fueron mi hermana y ella, y en su pómulo vi que volvió a hacer el truco de los colores: lo morado que había traído de Ciudad Obregón ya se estaba tornando verde, y adiviné que de ahí pasaría al amarillo.

Pues bueno, no creo que sea necesario decirle ahorita que no quise hacerlo, o que fue un accidente, porque seguramente usted no me creerá y poco le han de importar las razones de una mujer animal. Lo que sí debe de saber es que no fue planeado, al menos no al inicio.

Mi marido había llegado borracho a la casa, arrastrando los pies y gritándome de cosas. Le pedí que se callara poquito, que lo iban a escuchar los vecinos, pero solo sirvió para enojarlo más. Me agarró de la cola y me estrelló contra la pared dos veces, causando que por el temblor callera un reloj que nos habían dado como regalo de bodas. Se quebró y de ahí no hubo vuelta atrás, porque de pronto era como si junto con él el tiempo también se hubiera parado. Era como estar en una burbuja, hasta me zumbaban los oídos, pero pensándolo bien quizás solo fue por el santo golpe que me metió. Los ojos empezaron a llorarme sangre otra vez, al igual que la sien y los pies descalzos con los que pisé los vidrios.

Él estaba muy enojado, le puedo apostar que tomó bacanora; siempre se pone más molesto cuando toma eso. Pues el caso es que medio se calmó, porque me soltó y fue a sentarse en la mecedora donde se quedó botado.

En eso, no me va a creer usted, pero el bebé lloró. Sí, se lo juró, el bebé lloró, ahí adentro de mi panza, lloró fuerte y claro. Lo mandé callar por miedo a que levantara a mi marido, pero si callar a un bebé es difícil ahora imagínese a uno que no ha ni nacido. El bebé lloraba y lloraba y las lágrimas rojas no me dejaban de salir y el ronquido de mi esposo me daba jaqueca y la piel se ponía de colores sin que yo le diera permiso y ahí fue cuando me harté de ser camaleón y le puse fin. Con las uñas me arranqué la piel inservible, las patas las encogí y rezándole al Señor de la Misericordia le pedí fuerzas para que me ayudara. Bendito sea Él que me escuchó y me hizo víbora.

El bebé se había callado ya.

En la casa se escuchó nomas el roncar de mi esposo y el sonido de la cascabel que arrastraba detrás. De víbora por fin me quise, me sentía suelta, ya sin hombros no había peso que se me pudiera poner ahí. Me arrastré entre los pedazos del reloj, subí por la mecedora y lo vi un rato. Comenzaba a abrir los ojos cuando me le abalancé y lo mordí, lo mordí mucho, muchas veces para que no hubiera duda, así hasta que no roncó, y la sangre fresca que había en la casa ya no me salía de los ojos ni de ninguna otra parte. Las escamas no permitían que se me viera el morado o el verde o el amarillo.

—¿Entonces admite el asesinato? —preguntó el policía tras la máquina de escribir. La mujer asintió, viéndole en la cara que no había entendido nada de lo que le contó. El jamás había sido lagartija ni camaleón, ni había tenido la mortal necesidad de adaptarse para sobrevivir como lo había hecho la víbora—. ¿Gusta usted algo antes de que la llevemos a la celda?

—Sí —dijo de pronto recordando—, me gustaría que le dieran mi rosario a Ana, la amiga de mi hermana Clara. Díganle que deseo yo que pueda dejar de ser camaleón.