CONTIGO APRENDÍ

AUTOR: Claudio Mamud

–Argentina, 1965


Desde 1996 dicta clases de apreciación musical de música clásica y ópera. En 2017 presentó su primer libro de ficción: Sólo para ella y otros cuentos. Varios de sus cuentos recibieron distinciones y fueron publicados en su país y en el exterior. Sus cuentos y microcuentos han sido narrados por diversos narradores en espectáculos y videos. En 2019 presentó su segundo libro de cuentos: Eterna Clarisa. 

El éxito de esa iglesia se debe a un monje llamado Adalberto. Este Adalberto estaba cansado de entonar la música religiosa; le parecía aburrida, tanto que llegó a solo mover los labios, sin emitir sonido alguno, cada vez que debía unirse a los otros monjes para cantar gregoriano. Lo suyo era la música melódica, específicamente: los boleros.

No era raro escucharlo cantar bajito alguno que otro mientras caminaba por las galerías de la iglesia o se sentaba a comer. A los demás no les fastidiaba ni nada de eso, hasta era común que algunos monjes mientras lo escuchaban se tomaran de las manos o intentaran, susurrando, emularlo.

El padre Jacinto consideró que era una falta de respeto hacia la institución, sus superiores y hacia el mismísimo Dios que Adalberto continuara feliz cantando sus onduladas melodías y poco religiosas letras, y le ordenó que las cantara fuera. Adalberto, dolorido, no se alejó demasiado. La iglesia era su único hogar.

Instalado en la puerta, ya sin las intimidatorias paredes de la iglesia alrededor, ni las imágenes sagradas que podían brindar el peor marco romántico a sus canciones, Adalberto cantaba más fuerte y con mayor expresividad sus boleros. Hasta se animaba a hacer exagerados gestos que expresaban lo mismo que los empalagosos versos. De a poco, la gente se acercaba a escucharlo y, ya que estaba, entraba luego a la iglesia.

El padre Jacinto fue el primero en darse cuenta de que allí tenía un poderoso imán para atraer feligreses. Le pidió a Adalberto, entonces, que cantara sus boleros dentro, en el pequeño espacio que se encuentra antes de ingresar a la nave central. Así, la iglesia comenzó a tener cada vez más y más gente, pues los feligreses románticos —que, al parecer, abundan— solían comentar las dotes canoras de Adalberto y su pasión al interpretar canciones tan conocidas y queridas.

Lo último que sé es que en los sermones del padre Jacinto, cuando se dirigía a Dios, podían escucharse frases tales como: “Contigo aprendí a conocer un mundo lleno de ilusiones” o “Tú me acostumbraste a todas esas cosas, y tú me enseñaste que son maravillosas”; a los matrimonios les recomendaba que se besaran esa noche como si fuera la última vez. Me contaron que la iglesia se llenaba, de modo que pronto los largos y viejos bancos resultaron insuficientes. Menos creíble me resulta que cada vez que el padre Jacinto terminaba su sermón, algunas mujeres, que procuraban sentarse siempre en primera fila, le arrojaban ramos de flores.